La primera vez
que me adentré en los dominios de aquel señor, lo hice envuelta en sedas
negras. Cuidadosamente ceñida a las prendas que unas horas después, esa misma
noche, caerían sin remedio sobre el suelo polvoriento. Alguien se ocupó de
escoltarme silenciosamente al interior de la plantación de caña, de tal manera
que mi presencia no fue descubierta ni percibida por los inquilinos de la gran
mansión. Yo ni tan siquiera supe de quién se trataba. No pude percibirlo,
sentirlo… saborearlo.
“La Gran Dama del camino del
río”, cómo era conocida en Nueva Orleans, me esperaba al final de la senda
flanqueada por robles centenarios. Blanca y radiante. Su fachada de
reminiscencia griega abría columnas al porche amplio y la escalinata invitaba a
colarse en sus secretos, de la misma forma en la que se adentra un amante entre
los pliegues de las sábanas de la amada.
Ni un ápice de
luz. Casi podía cortar la densidad de las sombras que me rodeaban, abrazando mi
frialdad de acero en el interior de mi pequeña prisión de ébano, zarandeada
durante largo rato por el traqueteo de lo que yo identificaba como andares. De
aquí para allá sin cesar. Luchar era en vano, así que reposaba fría y lánguida
a la espera de la llamada.
Un último envite
y la marcha se detuvo en seco. No pude más que esperar, y esperar resultaba
fácil. Los sonidos amortiguados que se descubrían tras la caminata, presagiaban
que estaba quizás en las cocinas de los esclavos… Y de nuevo, el silencio antes
de la tempestad.
Los tambores
rompieron la noche. Cualquiera que escuchase sus ritmos frenéticos, sucumbiría a
la magia que encerraba cada golpe seco contra la tensa piel, el cimbrado del
axatse, con un sonido parecido al agitar de conchas repiqueteando contra un recipiente. El trance no tardaría en llegar a los que
bailaban cubiertos de oscuridad, una oscuridad sólo deshecha por las lenguas de
fuego que la fogata alimentaba.
La voz de la Reina Laveau se agitaba en
cánticos para despertarme de mi sueño. Era ella, siempre era ella la que lograba
traerme de vuelta entre susurros apagados, entre gritos eufóricos. Su voz era
mi único aliento. Las manos de Marie acariciaron mi cuerpo con delicadeza una
vez salí de mi prisión; apartando las telas con sus dedos. Me abrazó entre
sus manos, me tomó como suya y desgarró la carne.
El cálido
contacto se hizo delicioso. Sentí cómo mi cuerpo se introducía en las
profundidades vitales, sesgando una vida que no me hubo pertenecido hasta que
no la invadí por completo. La sangre brotó a borbotones bañando mi cuerpo,
faldas carmesí sobre campo de plata. Los últimos estertores del animal no me
impresionaron. En poco más de un suspiro permaneció exánime pero majestuoso, las
plumas aterciopeladas brillaban con el crepitar del fuego.
La música se
intensificó, el baile mucho más frenético que antes llegaba al clímax y ella
bebió de mí como lo hice yo antes de ella.
Tan sólo el
comienzo de otro ritual del que no conocería el resultado… y yo, de vuelta a mi
reposo de ébano.
_________________________________________________________________________________
La joven se acercó a la vitrina. El folleto del museo en la mano derecha, dónde rezaba: “Museo Histórico del Vudú”. Todo aquello le impresionaba. Cada centímetro de ese edificio estaba repleto de objetos mágicos.
—¿Qué dice en la
inscripción? —musitó a su amiga unos pasos por detrás que se detuvo ante el
objeto dentro de una caja de ébano. Leyó en voz alta: —”Daga ceremonial de
Marie Laveau, Reina del Vudú”.
Ambas siguieron
con la mirada el filo que los siglos no habían logrado marchitar.
—Si esta daga
hablara, la de historias que contaría.
Pregunta y respuesta tendrás…
Dedicado a mi compadre, Calavera Diablo. Muchas sonrisas me has sacado, granuja. Gracias por el cariño y el apoyo. Esto no refleja ni tan siquiera una parte de mi eterna gratitud.
0 comentarios:
Publicar un comentario