Desde el otro lado de la montaña, os traigo la entrada que conjuntamente con Anaïs Galvez - Ilustradora, preparamos para el Concurso Opticks Magazine de Relato Ilustrado.
Fue todo un placer trabajar con Anaïs, toda una artista y una profesional, que ha sabido captar a la perfección, la esencia que se encierra en cada párrafo. Espero poder contar con la suerte y volver a trabajar con ella en próximos proyectos.
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Anaïs Galvez |
Lágrimas de amor. Susurros Marchitos
Los suaves rayos de Selene se colaban a través de los resquicios casi
impenetrables de la fortaleza que aquellos árboles milenarios formaban a los
pies de la ladera. Sus raíces profundas, sus fuertes troncos nudosos, todos
testigos mudos de una historia escrita con lágrimas de amor y susurros
marchitos al viento. Secretos que guarda el bosque mecidos entre las hojas.
La pequeña mano se posó suavemente buscando apoyo, enterrando los dedos
en el musgo húmedo que cubría cada centímetro de la escarpada superficie. Jadeó
antes de proseguir con la respiración entrecortada por el esfuerzo que suponía
el ascenso. Por mucho que insistieran en que no acudiese allí, el jovencito
regresaba luna tras luna, perdida ya la cuenta de todas las veces que había
saltado del lecho nada más anochecer, para volver a contemplar el estanque. Recorría
los caminos hasta las cumbres nubladas donde, por alguna inexplicable razón, se
sentía a salvo.
Las leyendas que contaban en la aldea hablaban de ondinas que habitaban
aquellas aguas cristalinas. Contaban que podían verse sentadas junto a la
cascada, peinando sus largos cabellos de azabache, sus níveos cuerpos cubiertos
de sedas y perlas. Hermosas como ninguna.
Él acudía puntual cada noche con la esperanza de encontrarlas. Sin
embargo, parecía que se resistían a romper el velo que les separaba de la
mundana realidad y por mucha insistencia que mostrase el niño, las ondinas se
negaban a aparecer ante él. Mas, cierto era, que cada noche el pequeño recibía
un regalo al entrar en sus dominios. Las luciérnagas bailaban a su alrededor
melodías que sólo sus oídos eran capaces de percibir. Encontraba la más hermosa
flor de colores nunca vistos o perlas de un brillante blanco y un intenso negro
en montoncitos sobre una roca. Estaba convencido. Eran ellas las que vertían
sus bendiciones sobre él.
Y no se equivocaba. Aquel hermoso ser sobrenatural que habitaba las
profundas aguas de la poza se había prendado del niño desde el día que le
visitó por vez primera. Su puro corazón y la ingenuidad de su sonrisa le hacían
creer que la magia se extendía más allá de su pequeño reino y por eso, no sólo
lo colmaba de regalos en su secreto rincón, sino que lo bendecía sin saberlo
con la buena suerte que poco a poco se instaló en la vida del jovencito
trayéndole buenaventura.
El tiempo no es más que una ilusión que se rompe ante los ojos humanos.
Para ella, los años eran fugaces como los copos de nieve que traía el invierno
sobre su estanque, perdidos al suave contacto. Pero no pasaban en vano. El niño
se convertía en hombre y en el corazón de la Ondina despertó el amor. Era tal la intensidad de
aquel sentimiento que la invadía, que traspasaba su propio ser llenando el
espacio en el que reinaba. El estanque era cada vez más hermoso, las nieblas
que separaban la magia de la realidad eran tan sólo rocío en aquel paraje. La
voz del viento, las canciones de los árboles..., podían sentirse a los pies de
la ladera. Contemplar su rostro era suficiente. Ella le pertenecía bajo las
frías aguas.
Una noche más, la oscuridad caía sobre la aldea y el muchacho acudía a su
cita pero esta vez no iba sólo. La vida le había sonreído fruto del amor
secreto que la Ondina
vertía sobre él con bendiciones. Tanto era así, que el amor había tocado a su
puerta y él se había rendido a sus pies. Era una hermosa doncella de cabellos
largos como intensas lenguas de fuego, la suave piel del durazno de verano y
los ojos de la mies.
La pequeña Ondina no daba crédito. El dolor bañaba su corazón de la misma
manera que las aguas agitaban su cuerpo más allá de la cascada. El amor le
había roto en pedazos el alma y ya nunca más sería magia sino pesar.
No se recuerda en la comarca una lluvia tan intensa como la que asoló los
parajes en aquellos días. Las lágrimas de dolor de la Ondina se llevaron todo el
verdor de la poza, haciéndola mustia y sin vida. Las aguas se oscurecieron y la
sequía devoró todo cuanto su amor había construido... Todo. Incluso la suerte
del apuesto joven.
La guerra le reclamó. La muerte clavó sus profundas garras sobre su
cuerpo, apartándolo de su amada, la del cabello de fuego, la de la piel como el
durazno de verano y los ojos de mies.
La dulce doncella visitó la poza con lágrimas en los ojos y lirios
blancos en su mano que lanzó al agua verdosa en señal de duelo. No había tumba
ni lápida sobre la que llorar la muerte del amado, salvo aquel lugar ahora
oscuro en el que se habían jurado amor eterno. Un lugar que ahora parecía
cubierto por el mismo dolor que la perseguía como una sombra tenebrosa,
desdichada compañera.
No estaba sola en su duelo. La
Ondina la contempló con pesar a través de su cristalina
cascada. El amor había separado sus caminos, el dolor volvía a encontrarlas
bajo la tormenta que bañaba la montaña. Compartían los mismos sentimientos, el
mismo dolor que desgarraba el corazón a jirones y fue entonces cuando se dio
cuenta de que ambas habían perdido su mitad... Juntas, serían una.
El tenue velo se rasgó cayendo a los pies de la doncella que contempló,
con una triste sonrisa, emerger de las oscuras aguas la más hermosa visión,
pues aún en su dolor la Ondina
era bella. Los lirios vistieron los cabellos de azabache y de fuego. Entrelazando
sus manos cubiertas de blancas perlas besó primero sus mejillas, haciendo
desaparecer las diamantinas lágrimas y luego sobre sus labios, sellando el
destino de ambas.
Bajo la luz de Selene, el estanque vuelve a vestir las galas de antaño
para el joven caído, pues su dulce doncella y la Ondina peinan sus cabellos
entre el remanso cristalino, con lágrimas de amor en sus ojos y susurros
marchitos al viento.
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