El fin de la Ruina
Las fuerzas le abandonaban, sintiendo cómo las últimas reservas de lirio se consumían haciendo temblar sus rodillas. El hormigueo propio de la magia recorría todo su cuerpo, naciendo en el centro de su pecho y esparciéndose por sus brazos hasta las palmas de sus manos, donde la masa ígnea cobraba forma. Era uno de sus hechizos más poderosos… y el último que podría lanzar de momento. Soltó el aire de sus pulmones en un grito furioso, empujando con ambas manos el proyectil incendiario en dirección al enemigo. Sólo esperaba que el resto de la compañía lo viese venir; Alistair y Eion estaban allí. Eion, su amigo, su camarada… ella había roto la promesa que se había hecho a sí misma tiempo atrás confesando sus sentimientos la noche anterior. Sabía que el elfo no sentía lo mismo, también que al hacerlo dañaría su ya decadente relación con Alistair y que Eion no cambiaría de opinión, haciendo efectivo el ritual que Morrigan planeaba. Engendrarían un hijo que absorbería la esencia del archidemonio en su interior, a pesar de que ella había hablado para evitarlo.
Ya no tenía nada que perder y
tras aquel lanzamiento, aferró su bastón con ambas manos precipitándose en
carrera siguiendo la estela de fuego que la bola ígnea dejaba tras de sí, antes
de impactar en una de las patas de la temible mole. Podía jugar una última baza
si recuperaba distancia y tomaba otra poción. El dragón se resintió más bien
poco; intentó apartar a sus atacantes con un latigazo de su cola, pero afortunadamente
los que blandían sus armas cerca pudieron esquivarlo. Leliana con ayuda de un
par de soldados, recargaba la balista sobre la plataforma. Wynne, lanzaba
hechizos de curación a una distancia que le permitía salvaguardarse, y Morrigan
apoyaba desatando tormentas mientras el resto se batía cuerpo a cuerpo.
Ygraine subió los escombros
humeantes que habían apertrechado al grupo contra las llamas del archidemonio, palpó
su cinto tomando entre sus dedos el vial repleto de ese azul líquido amargo. El
lirio no tardó en hacer efecto. Cuando el bastón golpeó el suelo con fuerza, la
tierra comenzó a temblar abriendo una brecha que se resquebrajaba avanzando a
gran velocidad hacia el enemigo… Lo último que pudo ver antes de que la onda
expansiva de energía la golpease, fue como el archidemonio caía bajo un rayo
proveniente del bastón de Eoin y cómo la espada de Alistair cortaba su
garganta, haciéndole finalmente desaparecer bajo el abismo que su hechizo había
abierto en la roca.
Las huestes de Urthemiel, el dios
antiguo que encerrado en el cuerpo del dragón había atacado a los hombres de
Ferelden, comenzaban su huída de vuelta a los Caminos de las Profundidades.
Habían luchado como guardas grises, recuperando el honor de la orden y
derrotando al mal para salvar el mundo que conocían.
La elfa abrió poco a poco los
ojos, tosiendo para recobrar el aire que el golpe le había arrebatado. No sólo
había muerte y desolación, había gritos de alegría, lágrimas en los ojos de los
supervivientes y como todo final, llevaba a un nuevo comienzo.
—¡Ygraine!... —el hombre se
abalanzó sobre ella, estrechándola contra su pecho metálico cubierto de polvo y
sangre— Por el aliento del Hacedor. Pensé que te había perdido.
La elfa se aferró a su cintura
devolviéndole el abrazo con los ojos llorosos. Ella también había sentido un
miedo atroz a perderle. No podía decir que no quería a Alistair; era su amigo,
su compañero y a pesar de haber despertado del sueño que les había hecho pensar
en un futuro juntos, no habría otro como él.
—Te prometí que estaría aquí
—Ygraine acarició su rostro con ternura—. No podía faltar a mi promesa.
Él no pudo evitar sentir cómo su
corazón se inflamaba con el solo roce de su mano. La estrechó mucho más fuerte,
aferrado a su cintura y besó sus labios como si su vida dependiera de ello.
Tendrían una oportunidad, él lucharía porque todo volviese a su lugar y por fin
comenzarían juntos en la nueva tierra. Eran bonitas mentiras que creer, engaños
hechos para mitigar el dolor de la inminente ruptura. El hombre era consciente
de qué les separaba y la conocía demasiado bien; si algo era Ygraine, era
sincera. Jamás podría pretender amarle… no sería capaz de mentir.
Las celebraciones en Denerim por
la victoria de los guardas grises, borraban de las calles la tristeza por los
caídos en la guerra civil. Loghain había sido ajusticiado a manos del propio
Alistair y las armas depuestas por sus seguidores para unirse contra la
Ruína. A pesar de ello, los héroes de
Ferelden eran recibidos entre vítores, coronas de flores lanzadas a sus pies,
pero todo lo que Ygraine veía eran rostros de hambre cubiertos de una efímera
alegría. Su pueblo presa de la esclavitud y los humanos desmembrados por las
rencillas de poder, volverían a centrar sus fuerzas en aplastar a los
indefensos pasada la euforia de la victoria.
La elfa caminaba con dignidad y
el semblante serio. Desde la batalla no habían cruzado palabra. Eion se
limitaba a dar órdenes como siempre y Alistair evitaba su presencia salvo a la
hora de dormir, cuando compartían una tienda repleta de frialdad. Pasó las
noches de vuelta a la ciudad charlando con Leliana y meditando en silencio
junto a Sten frente a la hoguera. La trovadora hablaba prácticamente sola todo
el tiempo y el qunari era un pozo de tranquilidad por su escasez de palabras.
A pesar de las peticiones del Arl
Eamon Guerrin, Alistair renunciaba a su derecho como hijo del rey y heredero
del trono, siguiendo así bajo el servicio de los guardas grises y por
consiguiente de Eion. Conocía cual era su lugar, sabía que tenía que guardar
compostura y acatar las órdenes impuestas pero, por Andraste que deseaba
alimentar a una jauría de engendros con él. La adversidad les había unido como
compañeros de armas, la amistad había crecido entre ellos y el destino se había
reído en su cara; la única mujer que jamás había amado, quería en silencio a su
mejor amigo.
—¿Estás bien? —aminoró el paso
hasta situarse junto a Ygraine. Le dolía alzar un muro entre ambos, pero intentaba
impedir escuchar de sus labios lo inevitable. Alistair sabía que se engañaba a
sí mismo, sin querer estaba precipitando el final.
Ella asintió. El sol calentaba
agradablemente su menudo cuerpo dolorido mientras cruzaban las calles de
Denerim, arrancando destellos naranja de su cabello cobrizo.
—Odio llamar la atención…
Mientras otros adoran el baño de masas —exclamó señalando en dirección a Eion.
El elfo saludaba con una mano primero y luego con otra a cada lado del paseo.
—Sabes cuanto le agrada el
reconocimiento, la admiración de todos. —Alistair sonrió tristemente
encogiéndose de hombros. Había nacido para gobernar, destinado a manejar la
situación y a los participantes en ella. Una sombra le cubría cuando sentía ese
poder, él lo había visto—. A ti y a mí nos gusta un discreto segundo plano.
—Supongo que tienes razón —Esta
vez fue ella la que sonrió—. Todo se ve mejor desde aquí. Mira…
Ygraine señaló a un par de
jóvenes borrachos que danzaban peligrosamente, tambaleándose cerca de un carro
repleto de abono. Ambos estuvieron a punto de caer cuando uno abrazó al otro y
finalmente, terminaron empujando a una oronda mujer que estaba a su lado
gritando a todo pulmón.
—Esto no hubiésemos podido verlo
desde allí… —rió entre dientes clavando la mirada en la primera fila del
desfile.
El hombre soltó una carcajada y
la tomó de la mano como de costumbre. Apretó sus dedos entorno a ella y siguió
el recorrido con el corazón en un puño.
—Un buen segundo plano.
Sintió la necesidad de retirarse
pero eso le haría daño, incluso un daño peor del que le haría siguiendo ese juego.
Estaba en una encrucijada; no podía volver atrás el tiempo y deshacer la
declaración que había hecho a Eion, pero tampoco podía fingir. No quedaba otra
solución… Despacio, Ygraine separó su mano sintiendo un nudo en el estómago.
Dolía. Dolía mucho romper las
ilusiones que ambos habían construido a pesar de la adversidad.
—Alistair… —musitó con la voz
entrecortada por la tristeza, sintiendo cómo una punzada atravesaba su corazón.
—Lo sé. —Sonrió él con los ojos
clavados en los suyos.
Las lágrimas surcaron el rostro
de la elfa y se anidaron también en los ojos del hombre, que seguiría amándola
hasta la muerte muy a su pesar.
Dejar el círculo de magos,
adentrarse en los caminos de las profundidades o acabar con el Archidemonio… Nada
en toda su vida había resultado más difícil que dejar ir su mano.
0 comentarios:
Publicar un comentario